martes, 29 de agosto de 2017

José Gandarilla: Poscolonialidad y decolonialidad

Teoría poscolonial y encare decolonial Hurgando en sus genealogías[1]

Escribe: José Guadalupe Gandarilla
El malestar de las secuelas de la dominación colonial y las perspectivas de una acción descolonizadora, es la presente reflexión que nos plantea José Gandarilla. El autor señala una frontera que permite establecer la distinción entre dos enfoques anticoloniales: poscolonialidad y giro decolonial.
La propuesta decolonial se erige como una voz surgida desde la “periferia” confrontando el discurso eurocéntrico. Hay otra mirada sobre la colonialidad y, desde luego, la consolidación desde una propia “comunidad de comunicación”; opuesta y crítica al discurso colonial que se nos impuso.

* Se pública con la autorización expresa del autor. Tomado de Bidaseca, Karina (2016). Genealogías críticas de la colonialidad en América Latina, África, Oriente. Buenos Aires: Clacso, Idaes, UNSAM. pp. 297-318.

“Haber sido colonizado se convirtió en un destino duradero, incluso de resultados totalmente injustos, sobre todo después de que se había logrado la independencia nacional […] pueblos colonizados que, por un lado, fueron libres pero por otro siguieron siendo víctimas de su pasado” Edward W. Said [3]

ablar de perspectivas descolonizadoras del conocimiento, anticolonialistas en sus objetivos políticos, poscoloniales en sus pretensiones teóricas, o que se han embarcado en la defensa de opciones decoloniales para la lectura y transformación del mundo; más aún, hacerlo con el objetivo explícito de hurgar en sus genealogías con el fin de aportar elementos para una mínima cartografía que distinga entre unas posiciones y otras, pareciera hasta excesivo por ciertos motivos, disímiles pero efectivos, que se han escudado para liquidar un objetivo mínimo de clarificación entre enfoques.

Ubicados desde dos flancos pudiera parecer hasta ocioso plantear una reflexión sobre las trayectorias investigativas de un grupo medianamente homogéneo de autores que suelen integrarse en alguna de las variantes de pensamiento, distante al hegemónico o más difundido, pero coincidentes en señalar el nefasto papel que para las sociedades periféricas ha significado la imposición del colonialismo occidental y el orden social capitalista. Suele procederse señalando que ese tema ya está mediana o suficientemente discutido, o bien, por el otro flanco, que no vale la pena emprender ese esfuerzo pues no lo justifica el peso teórico o epistemológico de tales enfoques que (desde un saber pretendidamente establecido) no se han ganado todavía un lugar significativo en la larga trayectoria del conocimiento humano y en la historia de las filosofías que pueden ser consideradas como tales. En cualquiera de los dos casos, un hecho se puede constatar, tal proceder tiene por resultado un empobrecimiento del mundo del conocimiento, pues no se avanza en una necesaria distinción de perspectivas que permita también sacar dichas incursiones del terreno meramente teórico o del rigor conceptual y procure ampliar sus alcances al proyectar dicho esfuerzo hacia el escenario de las prácticas, lugar en el que las demarcaciones señalan consecuencias definitivas toda vez que se ejercita un emplazamiento genuinamente político de los conceptos.

Sin necesidad de ser exhaustivos, se pueden señalar tres elementos verificables que acopian datos para una mínima constatación: el tema no ha sido suficientemente recuperado por esfuerzos de integración conceptual, sea en el caso de ciertos productos académicos (enciclopédicos, manuales, antologías o glosarios), lo que legitimaría de suyo emprender la escritura de un trabajo que tuviera por objetivo reconstruir los espacios de emisión de tales discusiones, y el modo en que se van construyendo tales tradiciones. Contra lo que pudiera sospecharse, de una cierta legitimación académica del tema y, por el contrario, abonando a un eficaz silenciamiento o encubrimiento de tales enfoques se pueden ofrecer tres ejemplos, cada uno de ellos ejercitado desde un muy específico lugar de enunciación. En el primer caso; dentro de un volumen editado en el primer lustro de la década del dos mil, que busca ofrecer al lector universitario de habla hispana una visión panorámica del estado de la cuestión de las ideologías y movimientos políticos contemporáneos (Mellón, 2006), no se concede espacio alguno para que cualquiera de las colaboraciones trate los temas del poscolonialismo o la perspectiva decolonial (siendo que si son tratados otros conceptos de una relevancia similar: antiglobalismo o, por mencionar algunos), en el segundo caso; en un libro destinado al público lector de habla inglesa, editado por los mismos años, pero ya puesto a disposición en traducción al idioma castellano, libro que se ocupa de la historia del pensamiento político del siglo xx (Ball y Bellamy, 2013), se topa uno con la misma carencia: no hay ninguna entrada temática, dentro de las cinco partes que componen la obra, que se consagre a tales temas, ni siquiera en aquella que trata de ubicarse “Más allá del pensamiento político occidental”, en el tercer caso; dentro de aquel esfuerzo amplísimo que dio por resultado la publicación de Latinoamericana: Enciclopedia contemporánea de América Latina y el Caribe (Sader y Jinkings, 2009), a lo más que se llega es a tratar con gran exhaustividad el juego conceptual de “Racismo y razas”, y cuando de la trayectoria conceptual del “Pensamiento social” se trata, su autor arriba a una conclusión cuando menos incompleta o cuestionable, identificando que para nuestra región las rutas más fructíferas que el pensamiento crítico transita en el inicio del siglo xxi son tres: las del reavivamiento de los enfoques dependentistas articulados con el análisis del sistema mundial, la reformulación del pensamiento neodesarrollista, y la reconstrucción del pensamiento antiimperialista, tres enfoques que, eso sí, coincidirían en señalar la importancia estratégica de América latina para los destinos del sistema mundo en su conjunto. En los tres casos, que hemos apenas apuntado, se trata de algo más que lamentables olvidos, ilustran hasta cierto punto un desinterés por ocuparse de atender cualquiera de las genealogías del discurso descolonizador; la excepción notable que confirmaría la regla y que suma su aporte a la superación de tales ausencias (puesto que se trata de un trabajo que fue elaborado con el objetivo explícito de atender tal problemática, la de una geopolítica del conocimiento, y desde tal lugar de enunciación, la perspectiva decolonial) sería la voluminosa obra que lleva por título El pensamiento filosófico latinoamericano, del Caribe y «latino» (1300 – 2000) (Dussel, et al., 2009). Ya mucho esta dicho en esa obra, pero vale la pena apuntar algunos otros elementos, y es con dicho propósito que escribimos las siguientes páginas.


Una necesaria distinción de dos enfoques.

En un reciente trabajo, el antropólogo colombiano Arturo Escobar encara de manera muy crítica y fundamentada las consecuencias de la persistencia de un cierto enfoque occidental racionalista, que asociaría sus límites cognitivos a un modo de pensar que descansa en una epistemología dualista. Escobar procede, enseguida, a mostrar cómo tal herencia en el trato de los temas opera como obstáculo mayor para el desarrollo de enfoques ontológicos relacionales, por los cuales él apuesta, y se permite subrayar, casi de pasada, ni siquiera en el cuerpo del texto principal sino en una nota al pie, en primer lugar, la existencia de una línea de investigación convergente a la que caracteriza como “perspectiva descolonial” a la que se asociarían nombres como los de Enrique Dussel, Aníbal Quijano y Walter Mignolo, y en segundo lugar (lo que resulta de interés para este trabajo), anota con firmeza que “debe resaltarse que esta perspectiva no es la misma de la teoría poscolonial” (Escobar, 2013: 28).
Con un cierto ánimo de clarificación, que no puede estar exento de incurrir en algo de esquematismo hemos de comenzar por esbozar muy brevemente la segunda tendencia intelectual pues, creemos, resultará más útil desde ahí intentar recuperar lo que el debate modernidad/colonialidad en perspectiva de lo decolonial está poniendo en juego.


Teoría poscolonial

En un trabajo emplazado desde una explícita «lectura sintomática» de la «problemática» poscolonial” (Mellino, 2008: 23), lo que en un inicio indica, cuando menos, elusión o superación del “sentido literal” (Mellino, 2008: 31) al que propende el uso del prefijo post de la expresión “poscolonial”, se esperaría que se hubiese ofrecido una argumentación que problematizara el vínculo, más que asumiese un enlace inmediato con el bloque que integra la serie de filosofías o procederes finalistas: de la historia, del Estado-nación, de los grandes relatos, etc. En el caso de Mellino, en el trabajo que estamos comentando, eso queda más como un propósito que como una tarea lograda.

Aunque ya desde el artículo esclarecedor de Stuart Hall (2014: 611-635) se sabe que en el caso de lo poscolonial recurrir al prefijo post no plantea un uso que periodice etapas, que nos indique “después de” o “superación de” sino que corresponde a la captación de situaciones de “doble registro” y que en este caso opera como un “más allá de”; en el texto de Mellino, parece incurrirse, sin embargo, en algo que hasta su autor detecta autocríticamente al inicio de su libro: “una identificación bastante estricta de lo poscolonial con lo posmoderno” (Mellino, 2008: 16). Y no es que ello no fuera así, sino que está al día de hoy más al uso distinguir entre variantes de poscolonialismo como entre variedades de posmodernismos. De hecho, decir “identificación” es eufemístico cuando a lo que se procede, en dicho libro, es a expresar al primero como una variante de lo segundo (lo que liquidaría de tajo la intención poscolonial, pues hace de ella una peculiar incursión, periférica, de un determinado canon, el posmoderno, que se irradia desde el centro cultural), pero lo que se ha comprometido involucra una apuesta más costosa aún, de la cual su autor no sale ileso en afirmaciones del siguiente tenor: “poscolonial se revela como un concepto de dudoso valor heurístico” (Mellino, 2008: 31). Y ello por una elemental retroactividad pues su propio libro daría cuenta de un cierto valor, sea heurístico o testimonial, de que el tema y la ocupación de esa figura representacional (lo poscolonial) es un objeto válido o legítimo de teorización.

Una reciente reseña publicada por Timothy Brennan en la New Left Review, nos ofrece también la posibilidad de reconstruir otros rastros de esa segunda perspectiva a la que Escobar alude como “teoría poscolonial”. En dicho texto el autor británico se desvive en elogios para el “magistral Postcolonial Theory and the Specter of Capital” (Brennan, 2014: 75) como para decir que los debates suscitados por esta intervención “le han quedado limitados” (Ibid) y ante los cuales la obra de Vivek Chibber se agiganta, se eleva “por encima de buena parte de esta crítica como para ser analizado con respeto en revistas especializadas en sociología” (Brennan, 2014: 79), como dejando entrever que es justo en estos espacios de recepción académica donde reside el dictaminador último de una incursión de esta naturaleza, sin embargo, el libro de Chibber al plantearse por tema la lógica del capital y su vocación de expansión territorial (ese tan particular universalismo), se ubica en terrenos más amplios que los exclusivamente teóricos, pues pretende incidir en el terreno de las prácticas y de cómo son teorizadas.

Aunque interesa cómo sea la recepción en los cuerpos de validación académica, interesa dicha obra antes bien por el ángulo inexplorado que pretende iluminar, de una pretendida práctica (teórica) que para el autor se ofrece como la de un trayecto que le condujo hacia derroteros limitados o equívocos, de ahí que las reacciones (discordantes o afines) que ha suscitado son tanto o más importantes que el propio trabajo de Chibber, pues dicen mucho del modo en que esos autores (en su momento, partícipes de la ola subalternista) sometidos ahora a la crítica, recuperan y reactualizan sus enfoques, como viables o no, para la lectura del complejo mundo que habitamos y de los problemas que vivimos. El largo comentario de Brennan, muy bien informado, tiene una segunda virtud, la de ofrecer los elementos suficientes para reconstruir el recorrido que irradió desde la escuela de estudios subalternos de las corrientes historiográficas hindúes bajo la égida de Ranahit Guha y sus alumnos (y que bien hacían en combinar el énfasis gramsciano en “lo subalterno” con la reconstrucción histórica “desde abajo” de los historiadores sociales británicos), hasta la irrupción de toda una tradición de enfoques teóricos poscoloniales con tal espacialidad en sus alcances como para instalarse de modo pleno en el propio interior del sistema universitario estadounidense (primero, en los departamentos de lenguas romances y crítica literaria, luego en los llamados “estudios culturales”, no pudiendo ser otros los espacios académicos de recepción cuando los departamentos de filosofía, o de otras disciplinas sociales, se mantenían vedados si no se comulgaba con las corrientes hegemónicas, deconstruccionistas en unos casos, sistémico-funcionalistas en otros).

Eso que en el comentario de Brennan se documenta como irradiación desde un determinado protagonista o condición de vida desventajosa, que tales estudios colocan como situación de inobjetable subalternidad, hacia un lugar de emisión de mensajes, condición enunciativa o entidad interpeladora donde la condición poscolonial replica un persistente sello colonial, hubo de proyectarse hacia escenarios muy amplios y con impactos más abarcadores que los de la “historiografía nacionalista” o las historias de la nación, nicho original que les vio nacer. Dicho traslado, y las secuelas que a ello se fueron asociando (y que cuasi metafóricamente pudiera ser visto como la transición de un énfasis que va de lo “desde abajo” a lo “desde el borde”), fueron ampliamente captadas al modo de un emplazamiento de amplio impacto sobre el modo de producción del saber académico a través de toda una máquina generadora de discursividades que aunque alojaba una gran pluralidad en sólidas nervaduras intelectuales, quedaba ensombrecida por la llamada “santísima trinidad poscolonial” conformada por Edward Said, Homi K. Bhabba y Gayatri Chakravorti Spivak. En cada uno de estos casos se daba cuenta de una peculiar manera de retrotraer desde los márgenes al núcleo, respectivamente, los quiebres filosóficos asociados al posestructuralismo, el posmodernismo y la deconstrucción, o si se quiere, visto desde otro ángulo, ciertas palabras-clave, o descriptores asociados a nociones como “sujeto”, “intersticios” o “diferencia”, fueron ocupando diversas disciplinas, bloques no disciplinarios y a las humanidades en su conjunto, así como a muchos de las más prestigiosos espacios editoriales. Lo que algunos han intentado subrayar, en el trabajo de Chibber, como demarcaciones clarificadoras de la “teoría poscolonial” (de sus rumbos equívocos y de sus boquetes argumentativos) y que le otorgarían plena pertinencia y sustrato de originalidad no son sino ciertos gestos que vuelven a reiterar algunas críticas que con mayor legitimidad quizá (por haber pertenecido a autores que inicialmente habían participado de dicho movimiento intelectual y después se separaron de él) habían sido ya defendidas, entre otros, por Aijaz Ahmad (1996) o Sumit Sarkar (2009).

Recurriré a estos últimos para señalar el cambio de rumbo experimentado y el tipo de “extravío” que más género de suspicacias precipitaba y que en el referido libro de Vivek Chibber se comprime muy sucintamente, al modo de una definitoria reorientación, en una especie de movimiento sin retorno. En el marco del proyecto original de los estudios subalternos se maquinó una transición de un cierto “materialismo cultural” hacia una “agenda más decididamente postestructuralista” (Chibber, 2013: 7). Los departamentos de análisis literario, y otros rubros de las humanidades, en la academia estadounidense empezaron a practicar una interminable labor deconstructiva, y desde ahí como epicentro fueron replicándose hacia otros espacios (pues si en la forma predomina globalmente el modelo norteamericano de “universidad corporativa”, su lengua científica predilecta es el inglés y su figura representativa la del homo academicus), que importaban dicho modo de proceder con los textos, o dicho con más crudeza “esa moda intelectual” sin importar que en ello se jugara un sacrificio de contextos. En rigor, esa reorientación era expresión de cambios que atacaban al núcleo o los fundamentos del “capitalismo tardío” que había sido dominante hasta mediados de los años setenta (Mandel, 1979) y a un agotamiento del tipo de diques de contención que en el campo de la política enfrentó dicho modo de producción y sistema mundial hegemónico, y no sólo a un cambio de ánimo en la “lógica cultural” (Jameson, 2001, Harvey, 1998) que daba expresión de la recepción generalizada del “estilo filosófico” de los discípulos franceses de Heidegger, así que mientras éste al decretar el agotamiento de la metafísica en las sendas de la filosofía pretendía inaugurar el momento de un auténtico pensar, aquellos se explayaban y procuraron inaugurar en los mares de la política nuevas rutas de experimentación, pretendiendo ser ellos los poseedores únicos de cuadrante, catalejo y embarcación. Así resume Aijaz Ahmad la lógica geopolítica de la que hablamos y que se distiende como cambio en la geopolítica del pensar:
 “las dos décadas del gran radicalismo en el pensamiento francés –aproximadamente de 1945 a 1965–, fueron las décadas en las cuales el problema colonial constituyó el punto principal de disputa dentro de la sociedad francesa; ocurrió asimismo con la elevación y la caída del radicalismo norteamericano en la década siguiente –desde alrededor de 1965 a 1975– consecuencia directa de la guerra de Vietnam […] Fue en esta coyuntura donde se inició el ascendiente intelectual del estructuralismo y luego de la semiótica, primero con variantes claramente radicales –acordes con el carácter de los tiempos–, y luego con direcciones crecientemente domesticadas […] En el curso de la década siguiente […] muchos de los miembros más estridentes de la generación del 68, de Kristeva a Glucksmann, pasaron luego a la ultraderecha de los «Nuevos Filósofos», y las voces que vinieron a dominar la vida intelectual francesa –Derrida y Foucault, Lyotard y Baudrillard, Deleuze y Guatari– muy cómodamente anunciaron la «muerte del sujeto», el «fin de lo social», etc.” (Ahmad, 1996: 71 – 72).
Lo que este integrante original de Subaltern Studies pretende subrayar es el cumplimiento de una tarea altamente conservadora, encubierta en la inagotable agenda deconstructiva, que ejecutaba una modificación del ánimo contestatario al interior de los campus universitarios estadounidenses que se habían visto obligados a hacerse cargo de “las problemáticas de la raza, de los géneros sexuados y del imperialismo” (Ahmad, 1996: 77). La batalla contra el radicalismo de los años sesenta y setenta se ganaba a través de una normalización de la vida académica y en el acto de concordia que significaba el compartir una determinada jerga del discurso bajo la amenaza de quedar fuera o invisibilizado para todo fin práctico de aquellos que intentaran erigirse en disidentes. Si para el sistema universitario corporativo ya el problema es la persistencia de tal radicalismo, para el ojo crítico del intelectual hindú lo es el que de éste se traicione su espíritu:
“el peligro fundamental y constante que enfrenta cada radicalismo –sea negro, feminista o tercermundista– es el peligro del aburguesamiento. Son tres las tendencias bajo las cuales los movimientos radicales de este tipo son finalmente asimilados por las principales corrientes de la cultura burguesa: el nacionalismo, el esencialismo y las teorías actualmente en boga sobre la fragmentación y/o muerte del sujeto; las políticas del discreto exclusivismo y localismo, por un lado, y, por el otro, –como lo harían algunos posmodernistas–, el propio fin de lo social, la imposibilidad de posiciones estables para el sujeto, así como la muerte de lo político como tal” (Ahmad, 1996: 77).
Con la intención de desagregar el campo que desde la crítica literaria tendió a agrupar en una sola categoría monolítica, algo así como la literatura del “tercer mundo” y haciendo de ésta no otro sino el espacio de emisión de un homogéneo “nacionalismo”, y de la lucha “tercermundista”, cuando el modo en que debiese haberse procedido era en una ruta alternativa, heredera de Gramsci, en aquello de que los ejes de identificación en la política y la mediación social en el mundo de los estados ampliados, son campos de disputa, y son decididos en el ejercicio práctico de la correlación de fuerzas, que comienza a inclinarse hacia un determinado flanco, el de aquel bloque histórico emergente que ocupa en mejores condiciones el “campo político” porque ha vencido también en la disputa por el sentido común, de ahí que se resquebrajen los sentidos hegemónicos de los aglutinamientos anteriores, por tanto,
 “el nacionalismo per se no es ni progresivo ni retrógrado, ni tiene un contenido de clase previo, distinto a su incorporación en el discurso de una clase o bloque de poder particular que aparece en determinadas circunstancias históricas. El verdadero problema es ¿Cuál nacionalismo? […] Así pues el nacionalismo anticolonial en sí mismo puede ser no solo liberador sino también opresor […] Aún más […] el tipo de Estado que surgió con la exitosa conclusión de las luchas anti-coloniales, continúa siendo capaz de ejercer cualquier tipo de represión y brutalidad a fin de reprimir disidencias legítimas y la pluralidad esencial de nuestra sociedad” (Ahmad, 1996: 96 - 97).
No es el ejercicio deconstructivo (literario) lo que parece interminable, sino la política misma (en su sentido literal) lo que no deja de experimentar una permanente actualización y cambio para que de ella no predomine su petrificación u osificación sino esa especie de plasticidad en acto que en múltiples maneras de luchar ocupa la arena de disputa y con ello el modo en que se le ha de dar forma a la política porque la sociedad elige darse forma a sí misma.

No es muy diferente lo que ha de sostener por su parte Sumit Sarkar para quien, de partida, tal perspectiva historiográfica novedosa surgió como “un esfuerzo por «rectificar el sesgo elitista» […] común a las interpretaciones colonialista, «nacionalista burguesa» y marxista tradicional” (Sarkar, 2009: 34) que sin embargo pronto ha de vivir el paso de una especie de edad dorada hacia un período menos luminoso: “un proyecto que había comenzado con un enérgico ataque hacia la historiografía de la elite, terminó escogiendo como un héroe al principal ícono del nacionalismo Indio oficial” (Sarkar, 2009: 41). Tal vez convenga apreciar esto con más detenimiento.

En el caso de este autor se ha de dirigir la atención hacia una dimensión que bien podríamos llamar interna a los Subaltern Studies. Y es que desde ese ángulo se haría viable una determinada imagen de cómo se exalta determinado énfasis que va en dirección a demarcar taxativamente tal tipo de estudios preferentemente desde otro significante. Si se opera un desplazamiento de lo subalterno a lo poscolonial es porque antes hubo de haberse operado una polaridad o deslizamiento desde los estudios subalternos “originales”, hacia lo que fueron los trabajos pertenecientes a la última etapa de dicho grupo y difundidos en su revista, donde se detecta el “cambio de la pareja conceptual elite/subalterno a las nuevas combinaciones de lo colonial/la comunidad indígena o también a la de Occidente/nacionalismo cultural del tercer mundo” (Sarkar, 2009: 41). La absorción de lo subalterno por lo poscolonial, en un frente fue mirado como el desdibujamiento de la incursión de los de abajo en la historia oficial relatada por los vencedores, y desde otro, como cierta sustitución de los sectores explotados y oprimidos de muy diversas formas, en ambos casos, ello expresaría para los críticos de la poscolonialidad, una pérdida de afinidad con cierta herencia marxista.

Para Sumit Sarkar las características de este traslado al interior del grupo (que, en los hechos, se experimentó como el abandono por parte de algunos de sus fundadores y el acogimiento de nuevos enfoques por la inclusión de otros historiadores como integrantes tardíos del proyecto), significó ir “desde lo «subalterno», primero hacia lo «campesino», y más tarde hasta el tema mismo de la «comunidad»” (Sarkar, 2009: 36), este vuelco desata para este autor, “una mezcla de temores tanto académicos como también políticos” (Sarkar, 2009: 51), plenamente justificados y que van en convergencia con las derivas abstractas, eminentemente teorizantes y francamente despolitizadoras detectables al interior del “stablishment poscolonial” (Brennan, 2014: 93), documentadas también por Aijaz Ahmad, y más tarde por Vivek Chibber.

De los planteos originales se encaminó hacia la pérdida del componente subalterno, con un fuerte cambio de significado de tal categoría y un cierto ensombrecimiento de la fuerte carga referencial hacia la escuela de la historia social marxista británica (Christopher Hill, Eric Hobsbawm, Edward P. Thompson), así como a una disposición en declive para concentrarse en lo relacional como elemento definitorio del conjunto o la totalidad, y un énfasis progresivamente creciente hacia un lado u otro de polaridades simplificadas. Y ello parece que ocurrió en razón de que se impuso una “tendencia a esencializar las categorías de lo «subalterno» y de la «autonomía»” (Sarkar, 2009: 37) que en lugar de “explorar la dimensión olvidada y marginada de la autonomía popular o subalterna en los campos de la acción, de la conciencia y de la cultura” como era lo que procuraba nuestro autor (Sarkar, 2009: 35), precipitó al proyecto hacia un entendimiento de lo subalterno y de la autonomía “como un «discurso derivado», o como radicado en la «comunidad» indígena, o también como un conjunto de «fragmentos»” (Sarkar, 2009: 39).

Si en términos de proyecto político, al trabajo de Vivek Chibber lo ánima el señalar que los teóricos poscoloniales no son lo suficientemente enérgicos como para señalar que la cuestión del desarrollo (y con ello, los asuntos de la acumulación de capital) experimenta un bloqueo justo en el marco del Estado poscolonial y ello por la eficacia de las élites y la clase empresarial para resistir el embate de “las clases peligrosas” (al modo incluso de incorporar las demandas subalternas a su programa pero claramente reconvertidas en impulso del dominio hegemónico de la élite) combinando la violencia, la coerción y el consentimiento. Lo cierto es que Chibber subraya esto para hacer 307 José Guadalupe Gandarilla Salgado del caso hindú uno atendible desde la teoría del desarrollo desigual y combinado del capitalismo, y con ello arrebatarle el peculiarismo que justificaría una teorización específica, la poscolonial. Pues bien, en el sentido de la ilación histórica y argumental de las construcciones teóricas, a Chibber le preocupa un proceder que parece abrevar desde cero por parte de los poscoloniales (cuyas consecuencias van más allá que solo un descuido con sus predecesores) y en tal sentido obviar lo que no solo para “ilustrar” o “explicar” sino para “luchar” contra la violencia histórica del colonialismo hubieron de decirnos la conciencia anticolonial de la segunda posguerra, que estableció una auténtica articulación de los temas de la esclavitud y el capitalismo, de la identidad y el “humanismo” y de la independencia y “lo nacional”, y también un diálogo fructífero con otro tipo de tradiciones filosóficas y vanguardias culturales, no sólo con el marxismo, sino con el surrealismo, el existencialismo o la fenomenología.

Pero incluso cuando esos referentes anti coloniales originarios (los de la segunda mitad del siglo xx) no son ignorados sino que buscan ser incorporados, sufren una gran mudanza de significado. Un ejemplo puede ser el privilegiado, y lo da el modo en que la raigambre fanoniana se transmuta en la intervención de Homi K. Bahba, propiciando un paso en que la herencia de la liberación nacional queda convertida en procesos “in between”, de cruce, procesos de “doble conciencia”, cuyos alegatos colocan el reclamo del sujeto en ámbitos como los de cruce, frontera y zonas de contacto, de modo tal que lo poscolonial obra como inconsciente colonial del capitalismo global o como rasgo ideológico del postnacionalismo.
Ahora bien, la noción de archivo en la teoría poscolonial no es que opere en ánimo de recorte y pretenda fundar ella misma toda la tradición sino que recurre de la historia colonial a ciertos eventos de esa historia global como los que más le perturban, los que tienen que ver con el imperialismo inglés sobre el polo oriental del mundo, cuando desde otras tradiciones, muy legítimamente, el hito histórico puede estar ubicado en otro espacio, por ejemplo, la brutal política colonial y genocida sobre el Congo belga, o en otra escala de tiempo algo más extendida, la violencia genocida ejercida por lo que posteriormente será Europa, en tiempos de la “modernidad temprana”, esto es, a todo lo ancho del “largo siglo xvi”.

Ubicar la noción de archivo hacia sus referentes históricos de muy diverso espesor y alcance permitiría desde otro ámbito también establecer distinciones al interior de los enfoques englobados como poscoloniales o descolonizadores, puesto que, de acuerdo al quiebre temporal en que se establezca la afinidad electiva entre programa sociocultural moderno e incursión en éste de prácticas coloniales o imperiales, se visualiza la distancia entre el poscolonialismo asociado con los estudios subalternos hindúes y el del enfoque descolonizador latinoamericano y caribeño. Por otro lado, según se tematice el alcance espacial de la dominación y se asuma la práctica del racismo imperial como algo externo o interno al propio imperio, se establece una divergencia entre enfoques poscolonialistas de tipo de-construccionistas y los que se producen al interior del imperio estadounidense por un conjunto de autores cuya episteme es de-colonial (que integran cierto latinoamericanismo, el de los pensadores y “filósofos latinos”) (Dussel, et. al.: 2009).

Muy brevemente, para cerrar este apartado, hemos de apuntar que la recepción de esta producción intelectual experimentó en los debates latinoamericanos una triple forma de absorción, en primer lugar, la que se ubica en más estrecha relación con cierta ruta de los “estudios culturales” en clave posmoderna, en segundo lugar, la que intentaba absorberla en sus núcleos originarios reivindicando su sentido subalterno y, en tercer lugar, las formulaciones que atendieron a los poscoloniales en la mira de criticarlos.

Dentro del primer grupo son representativos los trabajos coordinados por Alfonso de Toro (1997 y 2006) y por Alfonso de Toro y Fernando de Toro (1999). La segunda manera en que estas derivas en la raigambre teórica de lo poscolonial se replicaron en nuestra región fue a través del Manifiesto Inaugural suscrito por el Grupo Latinoamericano de Estudios Subalternos, y aunque ese colectivo está más que disuelto al día de hoy, cierta huella de tal perspectiva parece persistir en algunos autores que habían participado en dicha redacción (preferentemente, John Beverley (2004 y 2010) o hasta José Rabasa (2010)) también en el trabajo editado por Ileana Rodríguez (2001), o bien en las tres antologías que para el idioma castellano se han elaborado de dichas tendencias teóricas y que intentan visibilizar los estudios originarios más netamente subalternistas (Rivera Cusicanqui y Barragán (1997) Rodríguez Freire (2011) y Mezzadra (2008)). Representativo de una manera de trabajar con la teoría poscolonial pero a través de una interlocución crítica con sus premisas y supuestos pero en intención de destacar un sesgo despolitizador en sus propuestas se encuentra en Grüner (2002).


Hacia el giro de-colonial

En un trabajo en muchos sentidos precursor, “El pecado original de América”, Héctor Álvarez Murena (2006 [1954]), integrante del grupo literario que publicaba la Revista y la colección editorial Sur, primer traductor de Theodor W. Adorno, Max Horkheimer y Walter Benjamín en América Latina, y ensayista consagrado, sostiene en lo que figura como apéndice de su libro (escrito, incluso antes, en 1948) lo siguiente: “Frente a los intelectuales se levantó siempre la realidad terrible y aniquiladora de lo colonial” (2006: 210). Esto fue enteramente así, sin embargo, fueron pocos los que lo explicitaron y lo llegaron a avizorar, y es lo que pretende señalar el nuevo enfoque de trabajo intelectual cuyo punto de partida establece como premisa la necesidad de ligar modernidad con colonialidad. Por tales razones, que han de ser esclarecidas muchas décadas más tarde, hay que otorgarle todo el mérito que corresponde al planteamiento al que arriba Pablo González Casanova, en un trabajo en que se ocupa del pensar/ hacer (entre romántico y utópico) de un ingeniero y pensador mexicano del siglo XIX, en dicho trabajo (publicado en el año 1953) el sociólogo mexicano llega a sostener que “Un pueblo colonial sólo es capaz de hacer utopías generales en el momento que se rebela, y en ese momento empieza a no ser colonial” (González Casanova, 1953: 119). Ese pequeño desplazamiento que aquí comparece al modo del acto de rebelarse es ya caminar por la senda del desprenderse de la situación moderno/colonial, es ya prefigurar la ruta posterior, la del encare de-colonial.

Será, sin embargo, reiteramos, muy posteriormente a estas pioneras formulaciones y radicalizando el fondo del debate sobre la crisis de la modernidad que emerja lo que, al paso de una o dos décadas, puede ser visto como una de las innovaciones intelectuales más importantes, en el globo entero. Ya en aquel tiempo (fines de la década de los ochenta) América Latina figura como el territorio más apto, como la “sede posible de una propuesta de racionalidad alternativa a la razón instrumental” (Quijano, 1991 [1988], 42). Aníbal Quijano comienza a acercarse al tema y a su formulación ya desde fines de los ochenta operando un des-marcaje con relación a las caracterizaciones que hacían de la crisis de la modernidad un motivo para echar al estercolero de la historia la promesa de emancipación social que, en el modo de presentación del socialismo realmente existente, no sólo se había aproximado y hasta confundido con el campo del poder, sino que había ingresado todo ese proyecto a un proceso de implosión. Ello ponía en claro, para las posiciones posmodernistas (de cuño europeo) o antimodernistas (más de cuño norteamericano) que con ello la racionalidad como promesa de libertad se encontraba en un callejón sin salida, cuya única posibilidad era renunciar al gran relato de la modernidad y de la teoría emancipadora que ella prometía. En dicho proyecto, se enarbolan las promesas liberadoras de la racionalidad y la modernidad. El primero en tanto necesidad cultural y procedimiento cognoscitivo, el segundo como modalidad intersubjetiva propiciada por el despliegue pleno del entramado anterior.

El problema de la modernidad (que comienza con el violento encuentro, invasivo y devastador, de fines del siglo XV) implica al poder y a sus conflictos, en escala mundial. Para Quijano nuestra región, en tanto sitial del proyecto civilizatorio está necesitada de mirar con nuevos ojos las ambiguas relaciones con el mundo: se pronuncia por hacerlo de modo “no colonial”. Ello comienza por asumirse como parte constitutiva del despliegue de “lo moderno” (que en su figura primigenia, es promesa de liberación, porque es asociación entre razón y liberación de las amarras tanto del modo de conocimiento como del orden anterior). Y lo es, primero, en la forma de inspiración del relato histórico (utópico) que ocupa a Europa en el siglo XVI, y como integrante, y de avanzada, del discurso ilustrado en el siglo XVII y XVIII. Será sólo hasta fines del siglo XVIII, cuando (en el argumento de Quijano), pudiendo la región avanzar en su deslinde respecto a Europa haciendo ingresar esa modernidad en América Latina, muy al contrario, nuestra comarca del mundo cayó víctima de la relación colonial con dicha entidad geopolítica y cultural, pues se revelo incapaz de construir desde los más legítimos procesos de democratización y genuina nacionalización (las rebeliones andinas de Tupac Amaru y de Tupac Katari), como también de sostener la más radical de las revoluciones anticoloniales y legítimo inicio de los procesos independentistas de inicios del siglo xix (la revolución negra de Haití en 1804, que promovía una triple liberación, la del cuerpo del esclavo, la de la nación negra y la del propio esquema ilustrado de emancipación), una vez consumadas estas derrotas y en plazos de tiempo que insumen todo el siglo xix, los sectores sociales más adversos a dichos proyectos ocuparon y ocupan las posiciones de poder.

La razón histórica (asociación entre razón y liberación) es subordinada por la razón instrumental (asociación entre razón y dominación), por ello en la región el cariz que asume la crisis del proyecto de modernidad, es el de destruir lo que queda de la asociación entre razón y liberación. Pero, y he ahí uno de los elementos primordiales del argumento de Quijano, la cuestión no se reduce a una oposición entre razón instrumental y razón histórica; lo que el sociólogo peruano está registrando es que esta última no sólo es doblegada en el complejo cultural euro-americano, por haber sido enarbolada por actores y sujetos sociales paulatinamente debilitados, sino que ella misma no fue inmune a las seducciones del poder. La racionalidad liberadora no estuvo incontaminada, su savia fue nutrida, desde el comienzo, “por las relaciones de poder entre Europa y el resto del mundo” (Quijano, 1991 [1988]: 34). La incursión en la práctica social y en el universo de la cultura de “otra racionalidad”, pone en crisis la hegemonía euroamericana en la historia de la modernidad y de la racionalidad. Es eso lo que se puso en juego, o a lo que condujo la crisis de la modernidad, de la cual aún no se ha salido. Con la crisis de la modernidad se ha puesto en crisis el discurso crítico que la modernidad occidental había legado. La teoría crítica de la sociedad, o materialismo histórico es, pues, también interpelado en esta coyuntura. Por el tiempo en que Quijano escribe sus ensayos sobre la modernidad, el sociólogo venezolano Edgardo Lander está formulando lo que en el título de su libro se anuncia como una “crítica del marxismo realmente existente” (Lander, 1990), en cuyo capítulo final ya se vislumbra, sin ambages, la estrecha relación entre el eurocentrismo racionalista universalista y la teoría de Marx. Para Lander, lo que no es sino expresión de un proceso político, “la expansión colonial e imperialista mediante la cual se ha extendido sobre el planeta la cultura industrial de occidente”, se caracteriza por dicha tradición de pensamiento como un “proceso material inexorable (progreso)”. El despliegue de la relación social determinada de explotación, dominación y apropiación es caracterizada, por el propio Marx, en ciertos textos, como contenido civilizatorio del capital, y por los marxistas posteriores, entre ellos Lenin, como misión histórica progresista del capitalismo. A esa conclusión está llegando, por su lado, casi por los mismos años, el sociólogo venezolano. A este gesto de distanciamiento con relación a una cierta deriva “determinista” del marxismo tiende regularmente a asociarse una crítica a los enfoques descolonizadores y ello porque en ocasiones se incurre en un abandono total de lo que de crítico tiene el pensamiento de Marx, cuando de lo que debiera tratarse es de encarar una lectura del clásico que lo presente como un aliado en este vuelco epistemológico.

Mientras la teoría crítica de la sociedad enarbola una perspectiva de totalidad, el nuevo enfoque que está en ciernes promueve un desplazamiento de la totalidad hacia la totalización, promueve una complejización de la totalidad histórica haciendo ingresar en su consideración su lado ensombrecido, la perspectiva de la alteridad (exterioridad, en Dussel, diferencia colonial en Mignolo, Colonialidad del poder en Quijano, etc.) Para ello se parte, en el “artículo fundador del proyecto” según lo llega a calificar Mignolo, por afirmar que, “la colonialidad es ...aún el modo más general de dominación en el mundo actual”, codificación ésta que a la teoría crítica de la sociedad le pasa desapercibida. En el marco del sistema de los 500 años se da una coetaneidad entre colonialidad (en tanto patrón de poder) y racionalidadmodernidad (en tanto complejo cultural).

Los rastros de esta articulación de la modernidad con la colonialidad y de cómo este vínculo está siendo destacado por las perspectivas anti coloniales de nuestra comarca del mundo en cercanía y lejanía con la tradición de la teoría crítica quedan bien expresados en los siguientes planteamientos. Ya en el trabajo que comentábamos de Héctor A. Murena existe una cierta recuperación de lo que por “dialéctica de la ilustración” entiende la teoría crítica, el ensayista argentino lo expresa del siguiente modo:
“Así se cierra el círculo de hierro de la falsa libertad: por escapar a Dios se cae en manos del hombre, que, como se sabe, a pesar de ser la única criatura que ha alzado su voz para quejarse contra el rigor de la divinidad, suele convertirse en el más sanguinario y cruel de los dioses” (Murena, 2006: 147)
Pero eludiendo este modo de expresión todavía muy abstracto y haciendo más enérgico, explícito, y claro el grito anti colonial, la forma más acabada de este alegato nos la brinda le grand poète noir. En el marco del discurso anticolonial de mediados del siglo xx, elevado a filosofía en la prosa que es poesía y que se prodiga en la pluma de Aimé Césaire, reclama, más que justificadamente, al hombre “avanzado”, “civilizado” y “occidental”, al ilustrado europeo,
“al muy distinguido, muy humanista, muy cristiano burgués del siglo xx, que lleva consigo un Hitler y que lo ignora … y que en el fondo lo que no le perdona a Hitler no es el crimen en sí, el crimen contra el hombre, no es la humillación del hombre en sí, sino el crimen contra el hombre blanco, es la humillación del hombre blanco, y haber aplicado a Europa procedimientos colonialistas que hasta ahora sólo concernían a los árabes de Argelia, a los coolies de la India y a los negros de África” (Césaire, 2006: 15, subrayado en el original).
Las ontologías de Occidente ven sus límites no por un olvido del ser, sino por la perniciosa inadvertencia de la situación del colonizado, por el descuido y omisión de aquellos otros genocidios humanos, de los genocidios coloniales del otro, los que han sido ubicados (para esos discursos y desde esas prácticas, moderno-coloniales) en condición ontológica de no-ser, arrojados, en historias que insumen siglos, por debajo de las franjas de lo humano. En aquella teoría que se reclama crítica, la falta de consideración de aquel perverso modo en que “para el colonizado la objetividad siempre va dirigida contra él” (Fanon, 1999: 60) no se representa una situación de mero descuido. No es una omisión, es un encubrimiento, puesto que históricamente esos conglomerados humanos (de los márgenes, de las periferias) son engullidos en la categoría no de sujetos sino haciendo parte del objeto, de la naturaleza por dominar y arrastrar al cauce civilizado. Por tal motivo, colonización es igual a naturalización, porque esos sujetos que pueblan el Sur colonizado son reducidos a su condición de entes naturales puestos para la dominación, si el derecho formal no los incluye, menos los cubre el derecho de gentes o internacional, son colocados en la historia constructiva de la civilización y hasta el presente en condición de corporalidades vaciadas de derechos, nuda vida, homo sacer, justo como son puestos en consideración de musulmanes (Jan Ryn – Klodzinski, 2013) los que son dejados a morir, ya puestos en virtual condición de in-humanidad, de animalidad incluso, en estatus ontológico de no-ser (Fanon, 2009), aquellos que yacen al interior de los campos de concentración.

Pero incluso ya este modo de visualizar la situación del colonizado y la de oponer a dicha situación otra manera (alternativa) de lo humano, se vislumbra ya en la práctica anticolonial del fines del siglo xix, en la zona caribeña y afroantillana de América, sea en la crítica a la antropología racista de un Gobineau, como la que efectúa ese gran pensador haitiano que fue Anténor Firmin (2013) [1885], y que aquí solo apuntamos, o en el caso de aquél poderoso texto del gran patriota cubano.

El breve texto de José Martí, publicado el 30 de enero de 1891 en el diario mexicano El partido liberal, bajo el título “Nuestra América”, es su texto más emblemático y el que de él más se lee y más se cita. Desde su primera línea pone el punto de mira en lo que está en juego, el problema de la universalidad y el de la particularidad: “Cree el aldeano vanidoso que el mundo entero es su aldea”. El argumento de Martí se enclava en la necesidad de apertura en nuestros horizontes a fin de vencer el provincialismo, lo que exige de entrada el inicial reconocimiento de que, justamente, la defensa de lo propio (“nuestra América ... ha de salvarse con sus indios” [Martí, 2005, 32], o dicho con una mayor claridad y en inmejorable explícito dictado: “Hasta que no se haga andar al indio no comenzará a andar bien la América” [Martí, 2005, XVI, citado por Juan Marinello]) corre paralela al reconocimiento de que hay otros provincialismos que se proyectan global, universalmente (“los gigantes que llevan siete leguas en las botas y le pueden poner la bota encima”, Martí, 2005, 31) y a los cuales habrá que atender para perseverar, para mantener nuestra densidad cultural, nuestra viabilidad como comarca del mundo, como complejo geo-cultural.

El lugar de enunciación desde el cual Martí nos interpela es el de Nuestra América, la semilla de la América nueva, y con lo cual apunta a distinguir otra América, la desdeñosa y no abierta a conocer (la del Norte imperial) a la cual se añade, combina, o articula la que subyace en aquello que queda de aldea en América, esa América sietemesina (y que al ser funcional a tal proyecto, heterónomo a lo nuestro, ajeno, es el Sur imperial). La disputa con el provincialismo, en el caso de Martí, es firme en su defensa de lo universalizable como convivencia democrática de lo diverso (“hombre es más que blanco, más que mulato, más que negro”, Martí, 2005, XX), como fermento cultural que se encamine a encontrar o edificar “la identidad universal del hombre”. Este conjunto de expresiones documentan su clara referencia a un canon de interpretación de la cultura y la emancipación social cuyo lugar privilegiado es la América Latina, pero reclamando de Ariel que se coloque del lado de Caliban y no más haciéndole segunda a Próspero.

Este desquiciamiento de los límites y apertura hacia nuevos umbrales que derribarán no sólo muros sino fronteras (también epistemológicas) y que, metafóricamente, puede ser descrito, como lo hemos tratado de hacer en otro trabajo, consagrado al tópico de la apertura atlántica, a la manera del viaje del argonauta que saliendo al Atlántico tropezó con El Caribe y no ha sido capaz sino de vislumbrar la teoría y la praxis de un “pensamiento archipielar” (Glissant, 2006: 33) correspondiente a esa apertura geográfica y mental de una comarca del mundo que no por casualidad, vio concurrir en 1511 a la orden de dominicos (entre ellos Bartolomé de Las Casas) que presenciaron el sermón de Antón de Montesinos, pero más importante aún, desde esas tierras se llegó a edificar la primera república de esclavos en Haití en 1804 y la revolución cubana de 1959, agredida aquella hasta el punto de su disolución y resistente esta última a embates que se ensayaron y ensayan en variadas formas imperiales (preludios, ambos, lo son de un proceso que más temprano que tarde se extiende por América). Esta larga travesía, repetimos, es la que se ha puesto a la orden del día en los actuales procesos constituyentes o de refundación de los Estados que desde tierras andinas irradian al conjunto del continente americano (Santos, 2010). Si lo utópico apunta a la re-constitución del sentido histórico de las sociedades (Quijano, 1988), en las realidades históricas que han sido y permanecen siendo signadas por la colonialidad (como ha sido el caso de la América Latina toda), el proyecto de liberación social y nacional se cruza, se entrelaza con el proyecto histórico de re-constitución de su identidad (no sólo amputado o ensombrecido sino artificialmente yuxtapuesto por lo colonial, o su sucedáneo, el euro-criollismo bicentenerio) (Coronil, 2002), y parece encontrar, precisamente, en esta comarca del mundo el lugar privilegiado para construir su despliegue en tanto conformación de identidad de raíz-diversa (Glissant, 2006) pues en su denso y dilatado tiempo largo vio cruzar por su geografía esa triple raíz (la de la América de los pueblos testigos: Mesoamérica, la de los migrantes europeos: Euroamérica, y la de la criollización a través de la esclavitud: Neoamérica) (Glissant, 2002: 15), esa condición rizomática de la que aún es tiempo y es dable esperar la construcción de ese presente-futuro.

Un último comentario se impone a manera de cierre: si al poscolonialismo lo anima, según lo hemos reseñado en el apartado anterior un énfasis que desde el ámbito crítico literario del relato hegemónico o tradicional (desde las élites) se desplaza hacia una tentativa deconstruccionista que recupere el sentido subalterno de toda esa narrativa, en el caso de este enfoque, el correspondiente al giro decolonial, pareciera ser recuperada la gesta anti colonial no sólo para hilvanar un novedoso pensar filosófico o un punto de quiebre epistemológico, sino la intención de recuperar en el ámbito histórico-estructural todo lo que no está dicho por aquellos a los que Aimé Césaire se refería como “la voz de los sin voz”. Es posible mirar un cierto giro, en el encare decolonial, si bien es cierto que pueda detectarse un punto de partida en común de ambas genealogías, sus insistencias parecen ser diferenciales con relación al aspecto que se coloca como el decisorio: lo identitario, en mira a recuperarlo incluso como entramado nacional, o lo transfigurador del relato colonial y el modo en que se plasma el registro (corporal) de lo negro, como proceder explícito de un orden clasificador de las gentes. En ese aspecto en que prevalece lo distintivo a ambos ejercicios intelectivos se puede llegar a un escenario (por decirlo de algún modo) en que sea factible inaugurar una etapa de nuevo y genuino humanismo, el que supera la zona del no-ser, el abismo, y da lugar a otro proceso humano, no sólo de entendimiento, reconocimiento e inclusión sino de cambio en las estructuras de relaciones sociales que materialmente dan soporte a esos códigos de sometimiento ontológico del otro.


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Notas

  [1]Trabajo elaborado en el marco del proyecto PAPIIT IN400814 “El programa de investigación modernidad/colonialidad como herencia del pensar latinoamericano y relevo de sentido en la Teoría Crítica”, del cual su autor es coordinador. GENEALOGÍAS CRÍTICAS DE LA COLONIALIDAD en AMÉRICA LATINA, ÁFRICA, ORIENTE 298
[3] E. Said, representar al colonizado. Los interlocutores de la antropología” en  B. Gonzáles Stephan (comp.), Cultura y tercer mundo 1. Cambios en el saber académico, Caracas, Nueva Sociedad, 1996, pp. 25-26.

Del autor 
Doctor en Filosofía Política, por la UAM – Iztapalapa. Investigador Titular B, Definitivo, del Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades. Ha sido profesor en las facultades de Economía, Ciencias Políticas y Sociales y Filosofía y Letras, de la UNAM. Su obra Asedios a la totalidad. Poder y política en la modernidad, desde un encare de-colonial (Barcelona, Anthropos – CEIICH – UNAM, 2012, 354 pp.), obtuvo Mención Honorífica en la 8va edición del Premio Libertador al Pensamiento Crítico 2012, y obtuvo el Premio Frantz Fanon 2015 al trabajo destacado en pensamiento caribeño (The Frantz Fanon Award for Outstanding Book in Caribbean Thought) de la Asociación Filosófica del Caribe. Sus más recientes libros son Modernidad, crisis y crítica (Buenos Aires, La Cebra – Palinodia, 2014) y Universidad, conocimiento y complejidad. Aproximaciones desde un pensar crítico (La paz, cides – umsa, 2014). Se desempeña actualmente como Secretario Académico del Programa de Posgrado en Estudios Latinoamericanos de la UNAM.

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